Talleres o vanguardia
I
Hace ya un par de años, un tipo que se dedica a la música pero también le gusta escribir y leer, me mandó un mensaje por Facebook para preguntarme si estaba dando un taller literario. Le respondí: “desde este momento, sí”.
Me alegró que se comunicara conmigo porque me habían hablado bien de él y me gustaba su música. Nos encontramos unos días después. No había ninguna necesidad de que él participara de un taller literario, porque hace rato conoce el arte de componer y cantar canciones. Un amigo de él que se sumó al supuesto taller, tampoco necesitaba asistir a ninguno: es uno de los escritores más interesantes de la zona.
¿Y quién necesita de un taller literario? Principalmente (casi únicamente) quienes los “dictan” o “coordinan”. Necesitan la plata. Para quienes ya cuentan con una firma legitimada por el mercado editorial y/o el prestigio del reconocimiento académico, los talleres literarios son una forma de sumar un ingreso. Para quienes carecen de reconocimiento dictar un taller significa, más que la plata, comenzar hacerse de un auditorio que escuche las ocurrencias o una manera de poner a circular ciertas lecturas.
Del otro lado del mostrador, asistir a un taller puede ser una forma de acceder, pagando, a que abran una puerta quienes ya cruzaron el umbral que separa el anonimato del reconocimiento. En la solapa de muchos libros ya se anota que quien lo escribió participó del taller de fulano de tal, como se anotan otros libros publicados y demás credenciales.
Pero asistir a un taller para “aprender a escribir” es ridículo. Si alguien quiere escribir un texto narrativo, por ejemplo, no necesita más conocimiento que el que naturalmente adquirimos acerca de ese arte contando chistes y chismes. Si quiere refinar ese trabajo narrativo y ponerlo a la altura de la literatura reconocida como “buena”, deberá dedicarse a leer y a inventar maneras de leer.
Después —si es que tiene que haber algo más que eso— será lo de siempre: armarse de paciencia para buscar editorial, o juntar unos mangos y pagar por una edición de autor, pedir reseñas humildemente, etcétera.
Cabe también la posibilidad de conciliar un talento inédito con la necesidad de algún sector de la sociedad de que algo se ponga por escrito. El problema es que esto es incalculable, por lo menos para la literatura de ficción.
Asistir a un taller para que alguien se digne a leer lo que uno escribe ya es directamente triste. ¿Para qué está la amistad? ¿No se pueden conseguir iguales o equivalentes apreciaciones acerca de un texto dándoselo a leer a cualquiera y/o leyéndolo uno mismo con ojo crítico? ¿Por qué pagar por algo que se puede conseguir gratis?
Estas son cuestiones completamente banales, que no pueden interesar a nadie más que a las (pocas) personas implicadas . No quiero ponerme en contra ni a favor de los talleres literarios, sino que quisiera entender cómo se construye un campo literario y el modo en que los talleres literarios actúan en ese proceso.
A veces se justifica a los talleres literarios con el argumento de que facilitan ciertos conocimientos que tradicionalmente se ocultaban. Pero bajo su aparente afán democratizador solo refuerzan modos de legitimación institucionalizados, ya que, en primer lugar, siempre se sustentan en la idea de que hay quienes saben cómo escribir (porque han publicado, porque estudiaron en una universidad, etc.) y que se podría acceder a ese saber pagando. En segundo lugar, porque la convocatoria o el prestigio del taller siempre estará en relación o bien con la legitimación de la firma de quien coordina, o con la institución que respalda ese taller. Llevando las cosas a un extremo, si se privilegia a los talleres –o a las carreras o posgrados universitarios de “escritura creativa”- como forma de acceso a la literatura, solo se fortalece la concentración de más autoridad en actores ya legitimados de un campo literario.
En cuanto a los textos que se producen en los talleres, la mayoría de las veces se quedan ahí o en el cuaderno de notas, o —peor— van a dar al scrolleo del Facebook, que es como decir al olvido. Y con esto no se pierde mucho. Pero quizás sí se pierda de vista la posibilidad de que una o varias personas puedan “autogestionar” la escritura, edición o legitimación no solo de sus textos si no de, digamos, cierta manera de vivir y entender la vida. O por lo menos cierta lectura de alguna tradición.
Sin pedirle consejo a ningún experto, sin adecuar la escritura a ninguna estética, se puede lanzar al mundo esos raros objetos de incalculable poder que son los textos de ficción, se puede ofrecerle algo a un público ya existente o se puede inventar algo que encontrará e inventará a su propio público. Y se pondrá a prueba en la sociedad el valor de lo que se escribe, logrando (o no) el reconocimiento por lo que esa escritura es, o creando nuevas formas de construir ese reconocimiento.
En síntesis: la lógica de los talleres literarios se opone a las prácticas de la vieja y querida vanguardia.
Los talleres literarios quieren estimular a que cualquiera se anime a escribir. ¿Y qué hace falta para animarse, más que animarse? ¿Y qué importancia tiene el resultado o el reconocimiento si lo que importa es escribir y disfrutar de eso? La única e incontestable justificación, entonces, es que los talleres literarios son solo otra forma de matar el tiempo. Si queremos hacer algo más con nuestra vida, esa justificación no podrá satisfacernos.
II
Unos meses después de escribir la primera parte de este texto, estaba grabando con mi celular unos videos para promocionar por Instagram mi propio taller literario. Lo coordiné entre Mayo y Octubre de 2022 en la Casa de la Cultura de General Roca / Fiske Menuco. Y estuvo bueno. Pero sigo estando de acuerdo con lo que pensé antes, porque pude confirmarlo al pasar al acto. Así que ahora voy a contar un poco de lo que aprendí al hacerlo.
Lo mejor fue que pude conocer a otros dos escritores de acá, del Alto Valle de Río Negro: una es Nanu Pérez Concetti, una ensayista brillante de la que ya van a escuchar hablar, que además de tener asistencia casi perfecta trajo a Manuel Bavaresco, notable narrador y poeta. Con ella y él compartimos varias conversaciones muy lindas y hasta pensamos un par de proyectos.
El grupo que se formó se completaba con dos señoras ya grandes, dos mujeres muy inteligentes y vivaces que a esta altura de su vida empezaban a tener tiempo para ponerse a escribir. Y las dos lo hacían muy bien. Una de ellas, después de unos relatos cortos muy potentes, empezó a escribir una historia que a todos nos fascinó: dos mujeres que fueron amigas en su juventud, pero estuvieron separadas durante toda su adultez, finalmente se reencuentran y a partir de eso reevalúan toda su vida. No puedo dar más detalles porque la historia no es mía, pero ahora que la estaba recordando, le entendí un significado nuevo, un símbolo que no reconocí en su momento. Y vuelvo a maravillarme con la densidad que tienen algunas historias. Uno puede meterse y vivir adentro de una historia así, o por lo menos asomarse a todo un mundo vivo y palpitante que es y no es la vida misma.
Hubo más personas que participaron y escribieron cosas muy buenas. Como me pasó muchas veces cuando daba clases en escuelas secundarias, confirmé que cualquiera puede escribir un buen texto. Lo que me quedó más claro es que siempre serán muy pocas las personas que —teniendo de verdad algo para decir— se animen a seguir escribiendo durante años, a perfeccionarse en ese arte, a entablar un diálogo con alguna tradición, a encontrar o intentar encontrar un público para que esa obra genere algo y perdure. Todas cosas que ningún taller literario podrá enseñar.
Por eso Chejov (que según parece se hizo escritor por casualidad, porque vio que con eso podía parar la olla) hace 140 años avisó lo siguiente:
A todo niño recién nacido hay que lavarlo con empeño y, luego de dejarlo descansar de las primeras impresiones, azotarlo vivamente con las palabras: “¡No escribas! ¡No seas escritor!”. Pero, si a pesar de ese castigo, el niño comienza a manifestar inclinaciones literarias, entonces hay que probar con caricias. Si las caricias tampoco ayudan, entonces olvídese de él y escriba “caso perdido”. La comezón literaria no tiene cura.
La literatura es una enfermedad. Pero la literatura es también una práctica social. Cosa en la que solía insistir mucho Fogwill. También Ángel Rama lo indicaba como quien anota un supuesto obvio: la literatura no es una acumulación de textos. Y alguien solo es escritor cuando logra comunicarse con un público.
Por algo Fogwill reformulaba la tesis de “La supersticiosa ética del lector” diciendo que se escribe para causar efectos en otro cuerpo. No se trata de que la mejor manera de dar a conocer un personaje es por medio de sus acciones, ni que a veces también hay que borrar frases que no están mal escritas. Muchas de esas “tecniquerías” se pueden reinventar pero, aunque la capacidad de narrar se puede mejorar técnicamente, se funda en una capacidad natural que solo se puede perder por un desorden psíquico o físico severo. También hay ciertas realidades históricas y sociales que condicionan esa capacidad natural (como notó tempranamente Walter Benjamin) pero la tarea de quienes quieran escribir es buscar maneras de sobreponerse a esas dificultades.
La única razón por la que vale la pena que siga existiendo o haya llegado a existir esta práctica social es lo que nos pasa cuando leemos. Si queremos además causar o percibir los efectos de esta práctica sobre la historia, las maneras de vivir y otras prácticas sociales, habrá que ejercer una mirada crítica que no se conforme, que discuta la tradición, que tenga algún deseo en relación a todo eso.
Sólo se puede lograr que eso que llamamos literatura sea algo más que un hobby o algo mejor que la explotación y la miseria en la que hemos llegado a vivir.
Escrito originalmente en Enero de 2023
La cita de Chejov es de su texto “Reglas para autores nóveles. (Regalo de aniversario, en lugar de una caja de correos)” de 1885. Extraído de Cuentos reunidos, Editorial Losada. Traducción de Alejandro Ariel González.
Escrito originalmente en Enero de 2023
Notas:
ResponderBorrarLa frase de Gauguin está al final de su Diario íntimo, fechado en
Atuana (Islas Marquesas) en 1903. Lo saqué de la edición del CEAL.
Traducción de Lidia Netti.
El concepto de campo literario lo uso acá de una manera un tanto
irresponsable. Como sabrán, este forma parte del nutrido arsenal de
conceptos producidos por Pierre Bourdieu. Pero creo que en mi caso tiene
más que ver con la “teoría de la ciudad” que bosquejó David Viñas en
Literatura argentina y realidad política. O ya quisiera que fuera así. En todo
caso, leí más a Viñas que a Bourdieu.
De acuerdo con mi concepción de lo que es un crítico literario,
debería ser capáz de dar una visión crítica de qué es la Asociación Civil Casa
de la Cultura de General Roca, Río Negro. Pero no tuve tiempo de hacerlo.
Para la gente que no conoce digo: es un centro cultural que funciona en un
edificio de 3 o 4 pisos en la zona céntrica de esa ciudad. En sus aulas se dan
talleres de distintas disciplinas literarias y se cursan materias de algunas
carreras del Instituto Universitario Patagónico de las Artes (IUPA, otra
institución de la que debería ser capaz de saber qué significa). Tiene
también una de las mejores salas de teatro de la región.
Acerca de Facebook e Instagram y específicamente sobre su efecto
en la literatura, algo pensé pero ahora no tengo tiempo de escribirlo acá.
La cita de Chejov es de su texto “Reglas para autores nóveles.
(Regalo de aniversario, en lugar de una caja de correos)” publicado por
primera vez en 1885. Lo saqué de los Cuentos reunidos editados por Losada.
La traducción es de Alejandro Ariel González.
“La supersticiosa ética del lector” es uno de los mejores ensayos de
Jorge L. Borges. Está en su libro Discusión, publicado originalmente en 1932.
La palabra “tecniquerías” es de ese ensayo, Borges la toma de Miguel de
Unamuno.
Lo de Fogwill y Rama lo cito de memoria. Tampoco tengo tiempo de
buscar ahora esas fuentes.
Gracias por llegar hasta aquí. Un abrazo.